La universidad asediada: resistencias frente al autoritarismo | Por Mario Luis Fuentes
El reciente embate del presidente Donald Trump y de su aparato político contra las principales instituciones universitarias de los Estados Unidos es mucho más que un fenómeno coyuntural.
- Mario Luis Fuentes

Por Mario Luis Fuentes.
Las universidades, en distintos países y regiones, se encuentra nuevamente bajo asedio. El reciente embate del presidente Donald Trump y de su aparato político contra las principales instituciones universitarias de los Estados Unidos es mucho más que un fenómeno coyuntural. La cancelación de citas en los consulados americanos de todo el mundo, para estudiantes extranjeros, que buscan continuar su formación académica en territorio estadounidense, así como la decisión del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) de cerrar su unidad dedicada a los estudios de diversidad y género, deben entenderse como parte de una ofensiva global que pretende vaciar a las universidades de su vocación crítica y su compromiso con la humanidad.
Históricamente, cuando se generar contextos de polarización política y retrocesos democráticos, las universidades se convierten en uno de los blancos predilectos de los regímenes autoritarios y populistas. Y en ello, no es casual que los ataques se dirijan especialmente contra las ciencias sociales, las humanidades, y los estudios de género o decoloniales: son estos saberes los que, desde su fundación moderna, han aspirado a problematizar el poder, la desigualdad y la exclusión. Son estas disciplinas las que han albergado a las voces que interpelan al mundo desde el pensamiento crítico, y que no se subordinan a las lógicas del mercado, del Estado o de los intereses ideológicos del momento.
En ese sentido, la historia de la universidad moderna es también la historia de sus resistencias. Destaca, por ejemplo, el rectorado de Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca, quien, en 1936, en el corazón del franquismo naciente, pronunció una frase que ha quedado grabada en la conciencia de la libertad académica: “Venceréis, pero no convenceréis”. Frente a la barbarie del nacionalismo violento y militarista, la universidad se alzó como espacio de pensamiento, de palabra crítica, de ética frente al poder que, de acuerdo con las investigaciones más recientes, llevaron a la ejecución de Unamuno. Meses después de su muerte, las falanges franquistas realizaron una “gran quema de libros” entre los que estaban, precisamente, los del filósofo y poeta.
También el Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, bajo el liderazgo de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, resistió al ascenso del nazismo desde el exilio. Aunque sus instalaciones fueron clausuradas por el régimen de Hitler, su legado sobrevivió gracias al desplazamiento forzado hacia Estados Unidos, donde, paradójicamente, se refugió un pensamiento que hoy sería considerado subversivo por los mismos grupos que han impulsado el cierre de unidades académicas que cuestionan las estructuras tradicionales de poder.
En el contexto latinoamericano, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) representa otro ejemplo emblemático. En 1968, frente a la represión del régimen priista, miles de estudiantes, profesores e intelectuales defendieron la autonomía universitaria y los principios de una educación crítica y comprometida. A pesar de la masacre de Tlatelolco, la UNAM preservó su vocación crítica, de resistencia y de creación humanística, y hasta hoy sigue siendo un espacio de resistencia frente a los embates del autoritarismo y del neoliberalismo.
Estos ejemplos deben servirnos como recordatorio de que la universidad no es simplemente un centro de transmisión de conocimiento técnico o profesional. La etimología misma del término universitas remite a la idea de una comunidad universal del pensamiento, un lugar donde la búsqueda de la verdad y la formación ética del ser humano se colocan por encima de los intereses del poder político o económico.
El proyecto neoliberal ha intentado reducir a las universidades a fábricas de innovación tecnológica y eficiencia empresarial. Se mide su “valor” en función de indicadores de empleabilidad, transferencia tecnológica y patentes, mientras se desprecia o desmonta la investigación en filosofía, historia, literatura, sociología o antropología. En varios países -incluidos México, España, Brasil, Hungría y Estados Unidos, se ha discutido o incluso decretado la eliminación de programas de filosofía o estudios de género, bajo el argumento de que “no sirven” para el mercado laboral o que “ideologizan” a la juventud. La ofensiva no es solo económica, sino profundamente simbólica. Busca despojar a la universidad de su rol civilizatorio, de su potencial emancipador y de su poder ético.
El caso del MIT o de la Universidad de Harvard, instituciones paradigmáticas de excelencia científica y tecnológica, no es menor. El cierre de su unidad de estudios de diversidad y género, o la aceptación de no recibir a más estudiantes extranjeros, como resultado de la presión de Trump, envía un mensaje ominoso: que en la era del “capitalismo del rendimiento”, como ha dicho Byung-Chul Han, no hay espacio para la reflexión crítica sobre las estructuras de dominación. Cancelar programas que buscan comprender las desigualdades basadas en la pertenencia u origen étnico, en el género o la clase social, es cancelar también la posibilidad de construir una ciencia al servicio de la justicia.
Frente a esta regresión, urge reivindicar el papel de la universidad como espacio de pensamiento libre, como lugar para el disenso argumentado y como refugio para los saberes que no tienen cabida en las lógicas utilitarias del presente. Las humanidades no son un lujo prescindible, sino una condición de posibilidad para que la sociedad comprenda su pasado, cuestione su presente y proyecte un futuro distinto.
Más aún, en un mundo marcado por la crisis ecológica, la desigualdad global y la precarización de la vida, las universidades tienen hoy una responsabilidad inédita: la de generar claridad ética y sentido crítico, la de formar no solo profesionales, sino ciudadanas y ciudadanos comprometidos con la democracia, con la justicia y con los valores más altos de la humanidad. Esta tarea constituye el corazón mismo del quehacer universitario.
En tiempos de oscuridad política, la universidad no puede permitirse la neutralidad. Como advirtió Bertrand Russell, la libertad de pensamiento no es un privilegio abstracto, sino una condición esencial para la supervivencia de la civilización. Cuando el dogma sustituye al argumento, y el poder busca imponer el silencio en lugar de abrir el diálogo, las universidades deben alzarse como guardianas de la razón, de la crítica y de la dignidad humana.
Lo anterior no debe entenderse como una especie de “defensa corporativa”, sino de una exigencia moral: sin pensamiento libre, no hay democracia posible; sin compromiso ético con la verdad, no hay justicia que valga. Las universidades no pueden abdicar de su papel como conciencia crítica de la sociedad. Allí donde se cancelan voces, donde se clausuran preguntas, donde se prohíbe pensar, comienza el desmoronamiento de toda posibilidad de libertad.
Investigador del PUED-UNAM


